En Trigueros existían varias «migas», la de Lolita Peinado, Doña Laura, Torrecillas y la de Pepita donde precisamente me apuntaron a mí. Allí íbamos los niños y niñas de las calles cercanas como Mesones, Sileras, Moguer, El Barrio, Orden, Huelva, Carpinteros y hasta de la calle Labradores.
Pepita era menudita de cuerpo, siempre muy arreglada, falda estrecha, tacones altos, blusa blanca con adornos y lazo; lo que se dice una presencia agradable. Muy bien educada, comedida en el hablar, algo tímida, discreta y muy religiosa, eso si, pero nunca beata. Vivía con su madre, “señá” Mercedes.
A mi siempre me gustó la casa de Pepita, sin ser amplia tenía cierta prestancia; suelo de baldosas brillantes, cancela de hierro, sillas y mecedoras de rejilla, mesita de centro con su maceta y un juego de pañitos siempre almidonados e impecables.
La jornada escolar comenzaba a las diez de la mañana cuando “señá” Mercedes abría la puerta y nunca la cerraba, podíamos entrar a la hora que nos venía bien, por lo cual no paraba «el chorreo» casi hasta la hora de salir, que eran las doce. Después volvíamos a las tres.
Nuestro equipaje escolar consistía en llevar una silla chica con el asiento de anea que dejábamos allí. Un bolso de lata o madera que nos compraban a las niñas en la feria y dentro de él la pizarra, el pizarrín, la cartilla de Rayas, una caja de Maderas de Oriente con los cromos, el trozo de tela para la labor, la cajita con hilos de colores y algunas estampas o prospectos publicitarios de los parches Sor Virginia o el Tío del Bigote.
Los niños llevaban una especie de bolsa tipo morral confeccionada por las madres en tela de pana o lona, con una solapa, ojal y su buen botón. Dentro lo mismo: pizarra, pizarrín, los registros de las cajas de cerillas, el trompo y la cuerda con su platillo correspondiente y en los bolsillos bolinches, muchos bolinches.
El aula escolar era un cobertizo o alpende instalado en el corral, y todos contaban, en tiempo de calor, con el bucarito con agua. Este alpende de forma rectangular estaba enladrillado, con dos ventanas de cristales y sin puertas. La mesa de Pepita se colocaba en el centro del rectángulo junto a la pared y todas las sillas ordenadas alrededor siguiendo la línea del muro.
Pepita no podía imaginar que su sistema de enseñanza sería lo que predominaría cuarenta años más tarde como:
La mixtificación, allí estábamos niños y niñas juntos, nunca revueltos.
La disciplina controlada, en la escuela de Pepita no había leyes rígidas, íbamos al retrete cuando nos lo pedía el cuerpo, hablábamos unos con otros y hasta jugábamos a hurtadillas a “hebrita de hilo se ve la fiesta”.
La igualdad de clases, el alumnado estaba formado tanto por los niños de obreros como de las familias más acomodadas.
El método de enseñanza de la “miga” era el llamado «de barbería» es decir, uno a uno lectura y muestra. También ocurría que cuando aún no le había llegado el turno a los últimos, los primeros habían terminado su tarea y aprovechaban para sacudir las chinches de las sillas dando golpes bruscos contra el suelo. Aquello era gracioso, salían los animalitos corriendo en medio del griterío que formaban los chiquillos alrededor del «inquisidor» que, con vista de lince y más habilidad en los pies las mataba.
En nuestros bolsos llevábamos las chucherías propias del tiempo y del terreno higos, pasas, bellotas... nunca sofisticados pastelitos como ahora.
Cuando cumplíamos los seis años había que matricularse obligatoriamente en un centro oficial, pero algunos teniendo la citada edad continuaban en las “migas” por ser una enseñanza más relajada y cómoda para las madres.
Fuentes; http://www.juntadeandalucia.es/averroes/centros-tic/21600660/helvia/aula/archivos/repositorio/0/5/html/wwwtierra/0000009daa0e8bc01/0000009da80f04a10/index.html
Salud y República.
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